- 10 de agosto de 2024
No me comparen lo que no se puede comparar
Una nota de Juan Carlos Bataller
Dibujos: Miguel Camporro
-Usted es un enamorado de los tiempos viejos… ¿verdad?
Cuando escucho esa frase tengo ganas de gritar:
-No, mi amigo. Yo soy un enamorado del tiempo actual.
-Pero…
-Me gusta estudiar el pasado, coleccionar fotos, escuchar historias, para saber de dónde venimos y hacia dónde vamos. Pero de manera alguna soy un nostalgioso del pasado.
Generalmente esta afirmación mía desorienta al interlocutor. Casi invariablemente escucho decir:
-Pero los tiempos que vivimos son caóticos. Vivimos en un mundo donde reina la pornografía, donde todos nos sentimos inseguros, donde los niños se pasan la vida ante un celular en lugar de jugar con otros niños, donde la familia tiende a desaparecer y hay más divorcios que casamientos…
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Con la vida pasa como con las edades.
Si hoy me miro con diez años, encuentro un chico con todo para ser feliz.
No tenía auto ni cuenta en el banco ni casa que mantener ni usaba corbata.
No pensaba en la muerte ni en las enfermedades pues esas eran cosas que les pasaban a los viejos.
Tenía abuelos y padres y tíos que lo protegían y la leche siempre tibia en el desayuno y una madre siempre en casa para atenderlo y una inmensa imaginación como para transformar la vereda en un estadio de fútbol, la pelota hecha con media en un balón profesional o un cajón con cuatro rulemanes en un auto de carrera.
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Sí, seguramente era feliz, aunque no supiera de los griegos ni de los romanos, no le interesara el nombre del presidente de la Nación ni se preguntara sobre el sentido de la vida.
Sí, ese chico, yo, debe haber sido feliz.
Cómo no serlo si aunque nada tuviera, todo era suyo.
Pero no nos apuremos. No estemos tan seguros de que era absolutamente feliz.
Tenía abuelos y padres y tíos que lo protegían y la leche tibia y una madre siempre en casa para atenderlo y una inmensa imaginación como para transformar la vereda en un estadio de fútbol
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La memoria es inteligente y sólo guarda los recuerdos buenos.
Pero, claro, si lo pienso, no fui tan feliz como lo recuerdo.
Los inviernos eran infinitamente más fríos y los veranos más calientes.
El San Juan de finales de los años 50 era aun un inmenso baldío salpicado por casas. Dos pantaloncitos cortos, algunos pares de media y unas zapatillas (championes) junto a dos o tres remeritas eran la única vestimenta.
¡Dale, escribilo nomás! Aceptá que eras feliz. O creías serlo… que para el caso es lo mismo.
Y entonces… ¿por qué quería crecer?
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Pienso que aquel niño, yo, tenía una ventaja: estaba estrenando la vida.
Pero soy consciente que si a un niño de hoy le propusiéramos esa vida, se pondría a llorar.
¿Quién aceptaría cambiar los juegos electrónicos, la televisión de alta definición, el teléfono celular y las vacaciones en la playa, por una pelota de trapo?
¿Alguien, en su sano juicio, creería que es mejor lucir los sabañones en las orejas que tener calefacción o aire acondicionado?
Ni hablar de que un chico de nuestros días aceptaría vestirse con aquella ropa ridícula que fue la nuestra.
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No, no hay punto de comparación.
Es como decir que un vino patero hecho en casa es mejor que uno elaborado con uvas varietales, con la más alta tecnología, añejado en cubas de roble y bajo el control de expertos enólogos.
O creer que el aceite de oliva extra virgen, elaborado con las mejores prensas de filtrado ha perdido su encanto porque no tiene el olor a rancio que recordamos de los aceites de hace medio siglo.
O pensar que la tecnología médica, el maravilloso mundo de los conocimientos o los adelantos en materia de comunicación, van a llevarnos de cabeza al infierno.
¿Qué han cambiado las pautas sexuales?
Tampoco pensemos que era un mundo ideal aquel en el que los hombres cuarentones pactaban con un amigo su matrimonio con la hija de quince años. O los padres que echaban a las hijas de sus casas por haber quedado embarazadas. O aquellas mujeres educadas con el concepto de que el sexo es pecado y que se irían al infierno si alcanzaban un orgasmo.
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¿Qué hay parejas que se divorcian?
Sí. Pero la gente se sigue enamorando y muchos se casan y tienen hijos y son buenos padres y hay una mayor igualdad entre los sexos. Y suena ridículo si una madre aconseja a su hija que una mujer debe salvar su matrimonio a toda costa, aunque deba convivir con un golpeador, un alcohólico o un jugador empedernido.
Aquel niño, yo, tenía una ventaja: estaba estrenando la vida. Pero si a un niño de hoy le propusiéramos esa vida, se pondría a llorar.
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El mundo, amigos míos, cambia para bien.
Hoy se vive más años y con mejor calidad de vida, tenemos más confort, somos menos prejuiciosos, hay más diálogo entre generaciones, existen condiciones de trabajo infinitamente mejores.
No podemos, no debemos, vivir en la nostalgia del pasado.
Pensemos si en construir un futuro mejor, en desterrar lo que hicimos mal. Pero de manera alguna adoremos un mundo que quedó en nuestra imaginación. Y mucho menos atormentemos a mentes jóvenes con comparaciones imposibles pues los tiempos son distintos
La vida es hoy y ahora es el momento.
Al final de cuentas, esto que hoy tenemos también será pasado.