- 8 de marzo de 2025
El teléfono de mi padre no contesta

Mi padre un día dijo: “hasta aquí llegué”. Y se dejó morir.
Fue el acto final. Estoy convencido que la vida partió mucho antes.
Han pasado los años y confieso que más de una vez tomo el teléfono para llamarlo y preguntarle si el domingo comeremos juntos.
Pero ya es tarde. Su número no responde.
Y yo me quedo con la duda: ¿Como fueron los últimos años de mi padre?
Me resisto a sus últimas imágenes. Yo lo conocí entero, fuerte, duro como una roca, sabio.
Y yo, niño, era débil pero a la vez seguro de que nada me pasaría mientras lo tuviera a mi lado.
Y así pasaron los años.
Confieso que nuestra relación no fue lineal. Nunca es lineal la relación de un padre con su hijo.
Pero es siempre el último refugio donde se aclaran las dudas y se amarran los conceptos.
Un día, no sé cuándo, comprendimos que ya no dependíamos de la fortaleza de nuestros padres. Habíamos traspasado la frontera de la madurez.
Era nuestra hora.
En un mundo que cambiaba, poco podía ayudarnos un padre “de otro tiempo”. Eramos nosotros ahora los navegantes que se lanzaban al mar. Y al tiempo –valor insoslayable de la vida- se agregaban más de una vez las distancias. Llegamos a creer que bastaba con alguna llamada, un regalo de cumpleaños o un dibujo del nieto para que quedaran saldadas las deudas de aquel niño que fuimos.
A veces hasta nos molestaba ese empeño en transmitir recuerdos y experiencias. ¿Quién necesita experiencias ajenas, por lúcidas y veteranas que sean, si somos incapaces de digerir las nuestras?
Y hasta alguna vez nos preguntamos si simplemente no estaríamos compitiendo.
Un día, incierto, comprendimos que algo había pasado. Que no estábamos frente a un padre y una madre sino ante dos cuerpos agotados, sostenidos con medicamentos, cada día más torpes en sus movimientos.
Al principio, como todo hijo, negamos la realidad.
Pensamos en cuestiones pasajeras, nos empeñamos en consultar a los mejores médicos, exigimos la mejor tecnología.
Ni siquiera advertíamos que sólo prolongábamos un poco más los peores días de aquellos a quienes les debemos todo.
La vida siguió, con sus seis días y el domingo.
Han pasado muchos años y más de un domingo mi mano siente el impulso de llamar por teléfono al número de mi padre. Pero ya es tarde.
Ese número no responde.
Y una voz interior me recuerda una frase que alguna vez leí: “los viejos no necesitan grandes médicos para malvivir mejor; la vida no se reanima con medicinas sino con el sonido de voces queridas; con la mirada del niño que fuimos y admiraba a su padre; con el tiempo que les negamos. ¿Entendiste?”.
Y aunque a los padres volvamos a encontrarlos en el olor de una comida, en una vieja carta, en un cuchillito que quedó de recuerdo o en un recorte que guardaron cuando por primera vez aparecimos en un diario, ya es demasiado tarde para llamar por teléfono.
Ese número dejó de contestar.
Seguramente, cuando llegue nuestra hora, nuestros hijos repetirán la historia.